martes, 6 de abril de 2021

 

DIVIDE ET IMPERA O EL ODIO, COMO EL AMOR, ES CIEGO

 

Propongo una cuestión delicada: me llama mucho la atención la gran inquina que se le tiene a Pablo Iglesias y, por extensión, a Podemos. Nada me extraña que esa inquina venga de la derecha (en este país es lógico), lo que me extraña es el repelús que le tiene a Pablo gran parte del proletariado; es más: esta animadversión (que a veces roza el odio) es más fuerte cuanto más humilde es la persona que emite un juicio sobre Podemos y su entorno. No sé… hay como una especie de envidia (no sé expresarlo de otra manera) hacia Pablo Iglesias, al  que no se “perdona” haber llegado a Vicepresidente del Gobierno, o haberse comprado ese llamado “casoplón”, o simplemente llevar coleta (como si este detalle banal fuera el colmo del descaro o la corrupción).

Cuestiones personales aparte (te puede caer mejor o peor), creo que esta inquina merece un estudio o, al menos, una reflexión. He oído hablar pestes (pero pestes) a obreros (aunque ellos creían que no lo eran) sobre Iglesias y Podemos; he escuchado barbaridades por parte de gente humilde que, en principio (ya sé que siempre hay excepciones) deberían simpatizar o, al menos, respetar la política de izquierdas. ¿Por qué?

Sé que se me tachará de demasiado simplista, de excesivamente taxonómico, pero nada hay mejor para la derecha (ultra o no) que sembrar la separación, la duda o el odio sobre los políticos de izquierda a los que se tacha de “comunistas”, porque aquí ser comunista es todavía un insulto, un baldón, y no una opción política tan legítima como ser de Vox.

En fin. Creo que este país está perdiendo la memoria, si no la ha perdido ya y cree que el odio puede arreglar algo, siempre que vaya dirigido a quien se mueva fuera de la delgada línea de sus prejuicios… o de sus envidias. Divide et impera.

viernes, 5 de febrero de 2021

 

DOS COSILLAS DE CAJÓN (CREO)

1-Si no hacemos nada de nada, si nos cruzamos de brazos como estrategia, la pandemia pasará. Si pasó la peste negra, la llamada gripe española, etc. etc. sin tener los medios científicos que se supone tenemos ahora… ¿cómo no va a pasar esta peste? No hay mal que cien años dure. Claro. La pregunta es: ¿cuántos muertos estamos dispuestos a dejar sobre la mesa a cambio? ¿El uno por ciento de la población total, el dos?... Una cifra. Supongamos ahora que hubiese un super experto que tuviera el poder omnímodo para decidir esa cifra y acabar con el virus. Le diría: “Bien, ahora ¿cuántos muertos de TU FAMILIA DIRECTA estarías dispuesto a poner, formando parte de esa cifra?”. Os preguntaría, me preguntaría: ¿Cuántos estaríamos dispuestos a dejar cada uno de nosotros?

y2- “Mi libertad acaba donde empieza la de los demás”. Si aceptamos este axioma como “de cajón”, ¿por qué se les permite a los negacionistas ir sin mascarilla (si acaso a cambio de una multa mínima), ni guardar las distancias, si su actitud va claramente contra la salud de todos? (es decir, contra mi, tu libertad). En EEUU, llevar armas es un derecho, pero ¿os imagináis a alguien con ametralladora disparando sin parar ráfagas por las calles? Pues eso es lo que hacen estos iluminados. Quizá diga un disparate, pero yo les acusaría a todos de homicidio imprudente (artículo 142 de CP). Y después que aleguen ese supuesto y excéntrico “derecho constitucional a no llevar mascarilla”.  

miércoles, 7 de octubre de 2020

 

OTRA HISTORIA DEL HIPER

 

Cojo número para la pescadería (petada) del hiper: el 6. Va por el 92, así que la cosa va para largo. Me apoyo en el carrito, aburrido. La señora nº 91 insiste en elegir el trozo de atún exacto –“no, ese no: ese de ahí… el de la derecha, el que está encima del grande, el de la mancha roja, el que brilla más…”- Entre estas dudas geográficas, un caballero (el nº 92) dirige la disección de una merluza gigante; la pescadera, armada con cuchillo tremendo se pelea contra el actinopterigio gigante a quien, más que diseccionar, machaca brutalmente. La señora nº 91 no se acaba de decidir por el trazo correcto y busca bajo las escamas de hielo alguna otra pieza única. La pescadera joven del tremendo cuchillo hace tiempo que perdió la guerra contra el espinazo de la merluza. Los minutos pasan y la cola no se mueve, se escuchan retumbar los golpes del cuchillo que quedan sin efecto mortífero, pero con consecuencias graves para la decente presencia del pescado. “Ahora me quita las raspas y me trocea la carne en daditos de 4x4 centímetros” ”¿Lo quiere para la plancha?” “Los trazos lo más iguales posible, por favor” “¿Podría quitarme las escamas?... A mí no; a él” (risas).

Han pasado dos números más y el reloj ha avanzado cuarenta minutos. “No, ese no, que parece que está pocho, el otro más sonrosado… y el salmonete aquel… y ese trozo de atún… ¿está de oferta, ¿no?...”

Después de hora y cuarto me toca. Pido boquerones (aunque ya no me interesan nada), que después de tanto pescado enorme, parecen cosa tercermundista. “¿No quiere nada más, señor?”, me espeta la dependienta, con cierto tono de reproche (lo he sentido en ese “señor”), extrañada ante tan poco pedido. “Nada más”, rubrico y afirmo. Y huyo con difuso sentimiento de culpa, recto y raudo como trayectoria de saeta, hacia la sección de frutas y hortalizas. Los boquerones, por cierto, goteaban y pusieron el carrito perdido. ¡Peste de pandemia! (Valga la redundancia, claro).

 

 

¿MEJORES?

Se dijo en su momento que saldríamos mejores después del Covid. Seré pesimista (seguro), pero yo creo que no; es más: saldremos peores.

Que el ser humano sea capaz de lo mejor y lo peor en los momentos difíciles es cosa probada; que ahora proliferen tantísimo las actitudes estúpidas, irresponsables, zafias o simplemente delictivas, no deja, empero, de sorprenderme, cuando no de dejarme literalmente estupefacto.

Reuniones con el único fin de propagar más la pandemia (¡!), por ejemplo; toser en los vasos de los bares para contagiar a propósito a la gente; enfrentarse violentamente a quienes recriminan o advierten del no uso de las mascarillas; tirar esas mascarillas, guantes, compresas… etc. en un desquicie de mierda que amenaza con hacernos desechos a nosotros mismos…

¿Hay quién dé más?

Se puede comprender casi todo, lo que no se puede comprender es la violencia gratuita y la estupidez sistemática, malévola, prepotente y descerebrada. ¿Quiénes somos, en qué sociedad vivimos? Y no digo “a dónde vamos”, porque eso lo barrunto con bastante claridad.

Carpe diem, mientras tanto. Esperar relajados a que nos pille el virus o la estulticia apabullante (que no sé qué es peor). Sólo nos salvará el compromiso personal, el arte y la cultura. Lo demás es ruido, reggaetón, automóviles tuneados, camisetas de Messi… y un “Sálvese quien pueda; que os den a todos, que yo con mi birrita ando tan de puta madre, tío. No te jode el puto viejo…”

 

BREVE RELATO REAL (MUCHO)

 

-Ubicación: Restaurante de un gran hotel.

-Hora: Entre las 10 y las 10,30 de la mañana. Domingo.

-Situación: bufet libre para desayunar.

-Circunstancia: coronavirus latente como amenaza global.

-Aforo: a reventar, con distancia ¿(a)social?

-Hechos: Bullicio de gente con mascarilla y guantes (obligatorios) que se arremolina ante largas mesas con cara de cierto despiste (lo que se puede ver) y ansia viva. La distancia “social” se ha roto ya y todo el mundo busca un plato para transportar las viandas, luchando por cada centímetro de aproximamiento. Chorros de café; chorros de leche; zumos de naranja y melocotón. Con rapidez extrema, los platos de llenan de todo tipo de alimentos: desde mantequilla hasta magdalenas, pasando por jamón, huevos revueltos, etc. Colas para tostar el pan ante unas máquinas endiabladas que lo tuestan, sí, aunque más bien lo abrasan. No sé regular la velocidad de estos túneles del infierno. Hace tiempo que me perdí entre las colas y las pinzas para coger la carne de membrillo o el queso. El café se está quedando frío (culpa mía por ser tan lerdo). Huyo a mi mesa con un plato escuálido que más pareciera ración de postguerra. Me quedo estupefacto observando cómo hay gente que engulle una cantidad tal de beicon y huevos que será, seguro, veneno para las arterias. Hay platos que ya no soportan el peso de los alimentos, que crecen en montaña desordenada. Creo que, en vez de pandemia, hay hambruna o amenaza de sitio, confinamiento o similar. Acabo el café y la mermelada de diseño geométrico. Las mesas van quedando desoladas, como un campo después de una batalla en la que sólo quedasen restos de cadáveres. Veo muchas cosas que ni siquiera se han empezado, resultado del afán por la acumulación compulsiva. Me levanto. Las bandejas con trozas de sandía, languidecen. A un señor de mofletes repletos, casi le da algo; a un niño chillón, ya le ha dado (la histeria). Las mamás van a la piscina; los niños, también; los papás miran el móvil y llaman a algún cuñado. El silencio vuelve poco a poco al restaurante. Los camareros, presurosos, recogen el desorden y resoplan con resignación. Quisiera abrazarlos, darles las gracias, decirles que les quiero y les comprendo, aunque nunca les haya visto ni les vuelva a ver en mi vida… pero la situación pandémica me lo prohíbe. Salgo sigiloso.